CUENTOS

EL ATAVISMO DE LOS COCODRILOS

Desde que soy padre de dos hijas voy a los zoológicos sin complejos. Quedó atrás la sensación de pasar por la puerta de los mismos reprimiendo las ganas de pagar por una cosa tan simple como ver animales.

"Cuando tengas niños", pensaba para mí y seguía caminando. Así caminé errante por diversas faunas hasta que en una de ellas, (la más linda que conoce este cuerpo), quedé en posición legítima de concurrir a los zoológicos; es decir tengo dos niñas y entro con ellas en mi condición de padre.

Recuerdo muy poco de mis visitas de niño. Apenas las palabras de una tía que pronunciaba con emoción "Villa Dolores". Pero poco más. Ahora vivo en otra ciudad y soy grande. Tengo una tarjeta que pago por año y me permite ir todas las veces que quiera. A veces sólo por un animal, otras por un momento determinado como el de darle de comer a los cocodrilos. Comen sólo una vez por semana y hace tiempo que tenía ganas de ir con ese objetivo. El domingo pasado a las 2 y media de la tarde enfilé con Sara e Iris al recinto de los reptiles. Lamentablemente no era al único que se le ocurría tal idea. La sala estaba llena de gente, niños de todas las edades, padres con hijos al hombro, turistas, curiosos, viejos. Subí a Sara a caballo y mi mujer hizo lo propio con Iris. Esperamos que el empleado empezara a caminar por detrás de la valla con un balde blanco. Los cocodrilos permanecían impávidos como el resto de la semana. Algunos acostados completamente en el agua, otros sobre las piedras, creo que hay como veinte de distintas regiones y tamaños. Casi todos con la boca cerrada. Por entre las piedras del fondo hay uno grande que la tiene abierta e inmóvil. Permanece en esa posición hasta que lo pierdo de vista. Dicen que lo hacen periódicamente para enfriarse. Descubro que otro chico de la jaula de al lado también la tiene abierta. Pero cuando el empleado se acerca, cierra la boca y camina hasta una distancia de medio metro del hombre con balde. No logro descubrir si atrás de la valla que nos separa hay otra que divide al empleado de los cocodrilos. Parece que no, parece que a este hombre sólo lo protege un balde del que comienza a sacar ratas blancas y tirárselas al caimán como caramelos. El pequeño da sólo un par de mordiscones y la rata desaparece. No se ve sangre y no se oye otro ruido que el conversar de la gente. El empleado se desplaza hacia la derecha donde hay otros cocodrilos esperando pacientemente las ratas del balde. La misma mano saca una, dos, tres ratas que engulle este magnífico ejemplar del Nilo. Es fácil adivinar que el hombre seguirá caminando y repitiendo el ritual con el resto de los cocodrilos. Ha repuesto el balde varias veces pero el movimiento siempre es el mismo. A veces suspende por unos segundos la rata en el aire y el cocodrilo estira el cuello-cabeza para que le larguen la rata. Hablo con Sara de la voracidad de los cocodrilos. No uso la palabra voracidad, pero le explico con el movimiento de la mano que el verbo comer es muy intenso. Y que si tiran un bebé para la jaula los cocodrilos se lo tragan entero. Pero nosotros estamos del otro lado de la jaula, "y tu estás con Papá", le digo para que se quede más tranquila y afloje un poco los talones que me arrugan el pecho.

Y así se van amontonando baldes y los cocodrilos se retiran para el fondo de la jaula como para digerir más tranquilos todas esas ratas. El empleado recoge sus instrumentos, la gente también se retira de a poquito. Todos tenemos una idea del cocodrilo en la cabeza. Iris hace el movimiento del dedo gordo con el resto de la mano. Parece que te saluda pero quiere decir que una boca te come sin dar ninguna posibilidad de escape, jap, jap, jap. No encuentro ningún símbolo para explicar mejor esta experiencia: un atavismo, puro instinto de vida. Como la ley de la herencia, decía Camilo José Cela en el prólogo a la segunda edición de La Colmena.